Durante la colonia española, la sociedad estaba dividida en cuatro clases sociales claramente diferenciadas. En primer lugar, en la cúspide se hallaban los españoles, dueños de minas y de haciendas y también funcionarios de la Corona. Después venían los criollos o hijos de españoles, pero nacidos en suelo americano; luego, los mestizos (llamados cholos en nuestro país) o sea los hijos de españoles y de criollos, e indias.
La base que sostenía a esta sociedad eran los indios, y en algunas regiones, los esclavos negros traídos del África. La unión de las esclavas negras con españoles o criollos dio origen a los mulatos.
A diferencia de los ingleses que en Norteamérica no tuvieron mayor relación con los pueblos indígenas que encontraron, y que por el contrario prefirieron exterminarlos, los españoles no vacilaron en cruzar su sangre con la sangre indígena. Debemos notar, sin embargo, que mientras los ingleses llegaban al Nuevo Mundo, acompañados por sus esposas, al principio de Ja colonización española, fueron muy pocas las mujeres españolas que cruzaron el Atlántico y en consecuencia los peninsulares tuvieron relaciones con las indígenas desde el primer momento.
Español.
Los Criollos
Esta clase poseía privilegios parecidos a los de los españoles ya que eran sus directos descendientes y por tanto poseían también, si era el caso, minas y tierras, pero, en cambio, tenían pocas oportunidades de ocupar situaciones en el gobierno, la administración municipal, la justicia. Todas estaban reservadas para los nacidos en España. Esto fue causa permanente de resentimiento y constituyó uno de los motivos más importantes en el movimiento de la independencia.
Los criollos.
Los Mestizos
Esta fue la clase más numerosa en las ciudades y pueblos de la colonia, constituyéndose en hábiles artesanos. En pequeña proporción se dedicaron al comercio. Lo curioso es que resultaron siempre resistidos por los dos grupos sociales que les dieron origen: por una parte, los indios puros veían en ellos a sus enemigos, tal como si fueran españoles, y de otra, los peninsulares, los consideraban por su mezcla indígena, inferiores a ellos. También los mestizos constituyeron por eso, la fuerza más potente de la guerra de la independencia, dando algunos de los mejores caudillos.
Los mestizos.
La condición de los indios
Si así se consideraba a los mestizos, imaginemos cuál era el trato dado a los indios. Incluso para justificarla explotación de que los indios eran víctimas, y poner en paz a sus conciencias, algunos pensadores españoles llegaron a decir que los indios no tenían alma ni razón, es decir, no eran seres humanos, y por tanto podía tratárselos como se los trataba, casi como animales. Ya hemos visto en el capítulo anterior, las instituciones económicas a las que estaban sometidos, naturalmente, en el plano social, las condiciones eran igualmente penosas.
Bartolomé de las casas
El vasallaje al que fueron sometidos los indios desde el primer momento de la conquista, no agradó a muchos de los propios españoles, que veían una contradicción flagrante entre este trato y sus propias ideas cristianas. El abanderado de la causa de los indios fue el dominico Bartolomé de las Casas, quien llegó a impresionar tan profundamente al Rey, que se cambiaron las leyes; pero lamentablemente, esa legislación nueva no llegó a favorecer a los indios, pues, en América, los españoles encargados de hacerla cumplir no lo hacían.
Bartolomé de las Casas.
Bartolomé de las Casas, quería que sus compatriotas reconocieran a los indios los siguientes derechos: a la vida y a la integridad corporal (que no fueran maltratados); a la seguridad personal (que vivieran sin sobresaltos); a la cultura (que fueran adoctrinados e instruidos); de reunión (vivir, estar y conversar unos con otros); a ser oídos en el régimen jurídico (que fueran testigos y creídos en cualquier causa).
Introducción de los negros
Como los españoles no estaban dispuestos a renunciar a la mano de obra indígena, que con el pretexto de adoctrinar en la fe católica, tenían sometida a toda clase de trabajos duros, prácticamente sin ninguna recompensa, se optó por un camino intermedio: traer esclavos africanos, que tomaran el lugar de los indios, en las labores más rudas y, sobre todo, en los lugares tropicales, donde los indígenas trasladados perdían rápidamente la salud y la vida.
De esta manera, en los siglos XVI y XVII uno de los negocios más florecientes, al que se dedicaban diversas naciones europeas, era recolectar esclavos negros (que les vendían los árabes) y traerlos a Norte y Sud América.
Las islas del Caribe y los países cercanos al Ecuador, se llenaron así de esclavos y esclavas de color negro. A nuestro país llegaron pocos y sus descendientes todavía viven en los Yungas paceños. En la Casa de la Moneda de Potosí, hubo esclavos negros que movían las pesadas maquinarias de acuñación de monedas.
(Lecturas)
Los hidalgos del país de las monas.
Estos son los hidalgos comúnmente; y tan comúnmente que en este pueblo en donde hay catorce familias de ellos, y todas con sucesión, no han salido de entre las paredes domésticas otros que los hijos de un tal Chaparro y los míos… Toda su distinción proviene del vientre, de la concepción y del parto; se mantienen con la ridícula pompa de lisonjearse de que su abuelo fue alcalde, regidor su padre y él, alguacil mayor, siendo toda su jurisdicción sobre un lugar de doscientas casas, la mitad derribadas, hasta que, finalmente, llega la muerte, y tienen la desatinada fortuna de que sus huesos aumenten los que están depositados en la asquerosa y húmeda bóveda de sus mayores. Embobados con esta risible gloria viven así, hambreando entre cuatro terrones y entre cuatrocientas trampas inútiles para sí, inútiles para sus paisanos e inútiles para todo el mundo.
Ignacio Flores
“Viajes de Enrique Wanton al país de las monas”
(Este libro escrito por el Presidente de la Real Audiencia de Charcas como sátira al gobierno colonial español, costó a su autor, ecuatoriano de nacimiento, la cárcel en Buenos Aires, donde murió).
El Cholo
Los españoles a medida que iban ensanchando territorio para su Rey, conquistaban también mujeres. Era necesario sembrar nombres en la carne cobriza de princesas indias.
Y había que darle a las Indias Occidentales un nuevo tipo humano con la dulcedumbre del hombre que amaba las flores y las plumas y la furia del español. Princesas indias fueron seducidas por bravos capitanes en tanto los soldados violaban doncellas. No había razón lógica que se opusiera a esta política de crecimiento. Sacerdotes, capitanes, soldados, fueron dejando a su paso el recuerdo de un nombre o de unos ojos verdes. La mujer hembra de buena ley no había de tener reparos para el connubio.
Y de este modo creció en América el mestizo, el criollo, el cholo, el roto, el pelado. Mezcla de dos razas diferentes contrapuestas, nació el nuevo hombre del Nuevo Mundo.
Cultura cristiana de cruz y espada, arcabuz y cañones; civilización milenaria de sol, flecha y plumas. Furia, orgullo, vanidad aparejada al espíritu enterizo de un pueblo creador, Soberbia y humildad. Individualismo y comunidad.
El choque de la varonía castellana de los comuneros y la tristeza de los indios del Manchaipuito.
El cholo, fruto del amor y de la necesidad sexual incontrolada, advino a la Colonia, como un peligro para los conquistadores. Con el primer mestizo había nacido la Revolución. El hijo había de devorar al padre.
Previsor y malicioso el español comenzó a atribuirle al mestizo, al propio hijo, vicios y canallerías, infamias, deformaciones.
Para el conquistador no podía darse perfección ni bondad, ni talento en el mestizo. Adivinaba en él, hombre instintivo al fin, que habría de arrojarlo del Continente. Era, por tanto, necesario retardar lo más posible la rebelión; había que denigrar al mestizo. Y esta política de denigración comenzó en México para extenderse hasta los confines australes de América.
Se echó a rodar la calumnia: “el mestizo, el cholo, no es nada más que una piltrafa humana, un sub hombre”. Y se les destinó a los bajos menesteres, con la severa vigilancia de porquerizos analfabetos, nacidos en Extremadura, en Andalucía, en Castilla...
Carlos Beltrán Ávila (boliviano) “Una tierra y un alma”