Campaña de Tarapacá

1. Defensa de Pisagua; Proposiciones de Chile a Bolivia.

Después del combate de Angamios todos los puntos que ocupaban los aliados sobre el Pacífico quedaron a merced de la escuadra chilena, la que, podía atacar y desembarcar impunemente sus fuerzas en el lugar más débil o conveniente.  Fue así como el 2 de noviembre se presentó ante el puerto de Pisagua una poderosa escuadra enemiga conduciendo más de 12.000 hombres para el desembarco.

El puerto de Pisagua estaba a la sazón guarnecido por una pequeña fuerza compuesta de dos batallones bolivianos, el “Victoria” 1º de La Paz y el “Independencia” y una columna peruana de 200 hombres, que hacían un total de 990 soldados al mando del General Pedro Villamil.

Mientras las baterías de los blindados “O’Higgins” y “Cochrane” batían las defensas del puerto que apenas contaban con dos cañones, innumerables lanchas repletas de soldados se desprendían de los transportes chilenos y se aproximaban a la costa para desembarcar y apoderarse del puerto.  Los defensores respondieron con energía y rechazaron por dos veces los intentos del enemigo causándole considerables bajas. D urante ocho horas los aliados se mantuvieron infranqueables gracias a su nutrido fuego de fusilería no obstante que sus dos únicos cañones habían sido destruidos por los disparos de la escuadra enemiga.  Los defensores, para hacer más eficaz su defensa, dejaron sus parapetos y atravesando la playa avanzaron hasta tener el agua al pecho para evitar el desembarco. Desgraciadamente las granadas enemigas habían incendiado los inmensos depósitos de salitres almacenados en el puerto.  Un espeso humo envolvió a los defensores hasta hacerle la atmósfera irrespirable y ocultarles a la vista las maniobras de los invasores.  En tales condiciones se hizo imposible continuar la defensa, mucho más si una fuerza de tres mil hombres del ejército enemigo había conseguido desembarcar en un puente alejado del puerto y avanzaba por retaguardia de las tropas aliadas.  No hubo más remedio que tocar retirada y replegarse hacia Agua Santa, después de haber sacrificado casi la mitad de las fuerzas defensoras y haber causado más de 2.000 bajas al enemigo.

El gobierno chileno impresionado por la energía con que comenzaban a luchar las tropas bolivianas, se propuso descartar a Bolivia de la lucha y con este fin se apresuró a enviar emisarios confidenciales a Daza.  Uno de estos comisionados, don Gabriel René Moreno, personaje boliviano residente en Chile, entregó al gobierno boliviano un documento cuyas principales proposiciones eran: primero, reanudar las relaciones y considerar más bien como aliados a los ejércitos de Bolivia y Chile; segundo, reconocimiento de Bolivia como propiedad exclusiva de Chile del territorio comprendido entre los paralelos 23ᵒ y 24ᵒ, tercero ayuda de Chile para que Bolivia se apropie de las costas peruanas que necesite para su salida al mar, etc.

Estas proposiciones fueron rechazadas de plano.

El gobierno boliviano con el fin de poner en descubierto ante su aliado y ante los países extranjeros la innoble y astuta política del enemigo hizo publicar los documentos respectivos.  Tal fue la conducta hidalga que Bolivia mantuvo su solemne compromiso con el país aliado.

2. Desastres de camarones y de San Francisco.

Una parte del ejército aliado, compuesto por 2.500 hombres en su mayor parte bolivianos, se hallaba en Arica bajo las órdenes de Daza.  Otra parte considerable se hallaba en el Sur, en Pozo Almote al mando del General peruano Buendía.  El plan de campaña de Tarapacá consistía en hacer avanzar simultáneamente a las tropas de Daza y de Buendía de manera que pudieran tomar entre dos fuegos al ejército chileno que se hallaba al centro de las dos fuerzas aliadas en Agua Santa.  En cumplimiento de este plan, el presidente Prado, Director General de la Guerra, ordenó a Daza que marchara de inmediato hacia el Sur.

Las tropas bolivianas que estaban acampadas en Tacna no deseaban otra cosa que combatir; pero su general y jefe perdía el tiempo en inútiles ceremonias oficiales, entrevistas, visitas de cortesía y hasta fiestas.  Al fin, el 11 de noviembre, el ejército de Daza, después de abundantes libaciones de vino del cual se llevaba todavía abundante ración en las cantimploras de los soldados, inició la marcha hacia el Sur, en las más desastrosas condiciones de disciplina y en peores circunstancias materiales por la falta de previsiones para atravesar el desierto.  Con todo, la buena voluntad y el espíritu de sacrificio de las tropas vencieron los obstáculos y sobrellevaron las penalidades de, la marcha, llegando el día 14 hasta la quebrada de Camarones.  Pero allí, Daza sea obedeciendo a móviles secretos o por simple ineptitud, cuestiones que hasta ahora discute la historia, envió al Presidente Prado el siguiente telegrama: “Desierto abruma, Ejército se niega pasar adelante”.  Telegrama falso, puesto que nadie mejor que Daza era testigo de la admirable entereza y abnegación que estaba demostrando su ejército en esta ardua campaña.  El Director de la Guerra contestó: “Viendo que usted no puede pasar adelante con su ejército, el Consejo de Guerra que anoche convoqué ha resuelto que el general Buendía ataque mañana al enemigo”

Desde Camarones, Daza dio la orden de retirada, ocasionando con ello un doble daño a los aliados; desmoralizando las tropas a su mando que volvieron a Arica desalentadas y llenas de vergüenza y dejando sin apoyo al ejército de Buendía que también estaba condenado a sucumbir por desmoralización en la prueba que debía sufrir en las faldas del cerro de San Francisco.

Entretanto, el General Buendía había salido de Iquique esperando llegar frente al ejército chileno por el Sur al mismo tiempo que el General Daza se aproximara por el Norte.  Pero como esto último no ocurría a causa de la retirada de Camarones, Buendía cumpliendo órdenes recibidas posteriormente se preparó a atacar solo, al enemigo.  El ejército chileno estaba posesionado en una pequeña meseta que se elevaba sobre el desierto y que se denominaba San Francisco.  El jefe peruano era inepto y no había demostrado tener talento militar ni la autoridad suficiente para dirigir a sus fuerzas y mantener la unión y disciplina' entre sus tropas. Al aproximarse hacia las posiciones del enemigo no dio las órdenes claras y precisas para el ataque, de tal modo que la batalla se inició en el momento menos pensado o sea a las tres de la tarde del día 19 de noviembre y en la general creencia de parte de las tropas aliadas que recién se ordenaría la acción para el día siguiente.  Al romperse los fuegos en forma imprevista, las tropas bolivianas que ocupaban la vanguardia y que por tanto estaban más próximas al enemigo se lanzaron decididamente contra las fuertes posiciones chilenas.  Los batallones “Illimani”, boliviano y “Zepita”, peruano, al mando de los generales Gonzáles y Espinar, respectivamente, en un valeroso empuje escalaron las faldas del cerro logrando llegar hasta el emplazamiento de la artillería chilena.  El sargento Mamani del regimiento “Illimani” se había encaramado sobre un cañón enemigo, mientras el clarín tocando desesperadamente pedía refuerzos para completar la victoria.

Mientras tanto, en la llanura ocurría una cosa extraordinaria.  Las tropas aliadas sin jefes, sin órdenes que obedecer se confundían, se obstaculizaban, se herían mutuamente hasta caer en la más fatal y vergonzosa confusión.  Abandonados así los combatientes que habían ascendido al cerro y sorprendidas por la inexplicable situación del resto del ejército aliado tuvieron que resignarse a abandonar las posiciones conquistadas y replegarse hasta ser arrollados también por la confusión que reinaba en el grueso de las tropas de Buendía.

Al llegar la noche los soldados de la alianza se habían dispersado como un rebaño aterrorizado por la tormenta.  Cuando al amanecer, el ejército chileno que esperaba el ataque definitivo después de lo que había creído que fue nada más que una escaramuza la del día anterior, se encontró con que ya no estaba allí el ejército aliado.  Los chilenos recién entonces se dieron cuenta de que habían triunfado sin combatir.

El resultado inmediato de la lamentable dispersión de San Francisco, fue la caída del puerto de Iquique, cuya guarnición de 1.500 hombres tuvo que retirarse en pos de los fugitivos de Buendía.

3. Victoria de Tarapacá.

Una parte de las tropas dispersas en San Francisco había logrado reunirse en un campamento improvisado en el fondo de una quebrada, cerca de la aldea de Tarapacá. A estas fuerzas se habían adjuntado los 1.500 soldados de Iquique y que en su mayor parte eran bolivianos.  Al amanecer del día 27 de noviembre se hallaban preparando su escaso rancho, cuando se supo que una gruesa división chilena había llegado en su persecución y estaba en aquel momento posesionado en las alturas próximas.  Los dispersos de San Francisco, sin organización, sin artillería, sin caballería, y aún sin haber siquiera tomado alimento, se aprestaron con decisión a la lucha.  Atacaron con tanto denuedo que en poco tiempo avasallaron a las tropas chilenas y las obligaron a retroceder varias millas.  En medio del combate el soldado boliviano Pascual Mérida arrebató el estandarte del regimiento chileno 2ᵒ de línea, cuyo comandante Coronel Eleuterio Ramírez había caído a la cabeza de su destrozado regimiento.

Los vencedores de Tarapacá, sin los suficientes elementos, sobre todo de caballería para perseguir al adversario y completar la destrucción de las tropas enemigas no pudieron hacer otra cosa que quedarse dueños del campo de batalla y salvar su honra con el prestigio de una victoria estéril sobre el enemigo que se salvó merced a su rápida retirada.  Las tropas aliadas no tuvieron fortuna ni siquiera en el único día de triunfo de toda la campaña.

El 28 de diciembre se levantó unánimemente el pueblo paceño deponiendo a Daza de la presidencia y nombrando en su reemplazo una Junta de Gobierno compuesta por los ciudadanos Uladislao Silva, Rudecindo Carvajal y Donato Vásquez y proclamando al General Narciso Campero, General en Jefe del Ejército.

Coincidiendo con este movimiento popular, el Ejército en Campaña encabezado por el Coronel Eliodoro Camacho y muchos otros jefes indignados por la conducta de Daza le depusieron del mando obligándolo a expatriarse.  El Perú, igualmente indignado destituyó a Prado en el pronunciamiento del 21 de diciembre y proclamó la presidencia del Dr. Nicolás de Piérola.

El General Campero que estaba al frente de la 5a División, compuesta de tropas sin armas y que hasta entonces, por la incapacidad del gobierno estuvo condenada a vagar sin objeto a lo largo de la Cordillera Occidental, fue también proclamado por pueblos del Sud de la República como presidente provisorio.  Esta proclamación fue acogida por el pueblo de La Paz con amplitud y patriotismo, pues a pesar de haber ya constituido su Junta de Gobierno la dejó sin efecto para adherirse a la proclamación de Campero.

El General Narciso Campero se hizo cargo del comando supremo del Ejército y dispuso la convocatoria a la Convención Nacional que debía reunirse el mes de abrilde 1880, la cual debía elegir al presidente constitucional de la república.

Al hacerse cargo Campero del mando dispuso que las tropas que se encontraban en La Paz marcharan inmediatamente a reforzar al Ejército en campaña.  Cuando estas se hallaban en Tiahuanacu, dos jefes ambiciosos, los coroneles Uladislao Silva y José Manuel Guachalla, obedeciendo a cierto despecho por la exaltación de Campero, ordenaron a sus soldados regresar a La Paz donde penetraron en plena revuelta, el 12 de marzo.  Campero, sorprendido por el motín tuvo que huir precipitadamente por el camino de Obrajes hasta lograr salir a Oruro.  Entretanto los jefes revoltosos, dueños de la situación organizaron un nuevo gobierno formado por Uladislao Silva como Presidente Severo Matos como Secretario General y José Manuel Guachalla como Jefe Militar.

Pero, este motín que significaba nada menos que una verdadera traición a la defensa de la patria, no tardó en merecer la condenación del vecindario paceño.  Los promotores del movimiento fueron desautorizados y se obligó a las tropas a que reemprendieran la marcha para ir a cumplir su deber en la guerra.  Estos batallones, desmoralizados por el mal ejemplo de sus jefes, se dispersaron a la salida de la ciudad, privando así a la causa de la defensa nacional de importantes refuerzos que hubieran sido eficaces para la suerte de la campaña.

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